Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:
—Salí a la calle que hay un regalo para vos.
Entusiasmado, salgo a la vereda y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy “chic”. Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más.
Entonces miro por la ventana y veo “el paisaje”: de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: “¡Qué bárbaro este regalo! Qué bien, qué lindo...” Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.
Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.
Me pregunto: “¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?” Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.
De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:
—¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?
Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados.
—Le faltan los caballos —me dice antes que llegue a preguntarle.
Por eso veo siempre lo mismo —pienso—, por eso me parece aburrido...
—Cierto —digo yo.
Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro grito:
—¡¡Eaaaaa!!
El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.
Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales.
Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.
Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a donde ellos quieren.
Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.
Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.
En ese momento, veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:
—¡Qué me hizo!
Me grita:
—¡Te falta el cochero!
—¡Ah! —digo yo.
Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y decido contratar a un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.
Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron.
Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero adónde quiero ir.
Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta.
Yo... Yo disfruto del viaje.
Jorge Bucay
El Camino de la Autodependencia.