Hay una anécdota de la vida del Dr. Fritz Perls que siempre me fascinó.
Fritz era ya un reconocido terapeuta en los Estados Unidos.
Un sábado en el centro de conferencias del Centro Evangelista de Big Sur, en California, se organiza una conferencia entre cuatro representantes emblemáticos de las escuelas terapéuticas en los Estados Unidos.
Estaban allí convocados Rogers, Skinner, Wittaker y el propio Perls.
La cita era para las diez.
Un poco más tarde y pidiendo disculpas (como siempre) llega Fritz. Está vestido con su clásica cazadora beige arrugada (decía que no tenía mucho sentido sacarse la ropa cuando uno va a acostarse si piensa volver a ponérsela a la mañana siguiente), y un par de sandalias de cuero; lleva su larga barba de profeta desarreglada y el poco pelo despeinado por el viento.
Los organizadores anuncian el comienzo de las ponencias y Carl Rogers empieza a hablar.
Muy interesado por lo que escucha, Fritz se apoya en el escritorio y automáticamente saca un papel de cigarrillo del bolsillo superior de la chaqueta, se arma un cigarrillo, lo enciende y sigue atentamente la exposición mientras exhala grandes bocanadas de humo blanco.
De pronto, un hombre de la comunidad se acerca y le susurra:
—Disculpe Dr. Perls, éste es un templo y aquí no se permite fumar, perdone.
Fritz apaga el cigarrillo enseguida en una hoja de papel y dice:
—Perdone usted. Yo no lo sabía.
Unos minutos después, discretamente, Fritz sale en dirección al hall.
Rogers termina de hablar. Quinientos médicos y psicólogos aplauden sus palabras. Skinner empieza su presentación y el hombre de la comunidad se da cuenta que el Dr. Perls no ha vuelto a entrar. Sale al hall a buscarlo; ya debe haber terminado su cigarrillo, pero no lo ve. Va a los baños y no lo encuentra. Sale a la calle pero el invitado ha desaparecido. Preocupado, llama a la casa del Dr. para avisar de lo ocurrido.
Atiende el propio Dr. Perls.
—Hola.
El hombre reconoce su típica ronca voz.
—Dr. Perls, ¿qué hace usted ahí?
—Yo vivo aquí —contesta Fritz.
—Pero usted debería estar aquí, no en su casa —argumenta el hombre un poco enardecido.
—Perdón, ¿no fue usted el que me dijo que allí no se puede fumar?
—Sí. ¿Y?
—Yo fumo. De hecho soy un fumador. Los lugares donde está prohibido fumar no son para mí.
—Bueno, doctor. Si para usted es tan importante...
—No. Yo soy incapaz de contrariar la decisión del lugar. No me parece justo.
—Tampoco es justo que la gente que quería escucharlo no lo escuche.
—Es verdad, pero ésa no es mi responsabilidad. Las personas que me invitaron debieron advertirme que yo no podría fumar, entonces les hubiera avisado que no contaran conmigo. Ahora no tiene remedio.
Y me parece ver en esta actitud un canto a la libertad individual, pero también un himno al respeto por las decisiones de los demás.
Porque si soy autónomo, no puedo elegir más que desde mi libertad, aunque muchas veces tenga que pagar un precio por ello.
Parece que nuestro planteo se desplaza. Definida la autonomía, nos queda saber a qué vamos a llamar libertad.
Cuando uno empieza a pensar en este tema, la primera idea que aparece es casi siempre la misma:
Ser libre es poder hacer lo que uno quiere.
Del libro:
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay