Vivió emplomando gente y emplomado murió.
Mucha bala había metido cuando las balas lo encontraron, una noche de 1995. Para entonces, ya hacía un buen rato que había perdido la cuenta: al llegar a cien, dejó de sumar.
Salvo los cuatro tiros a su mujer, que los disparó por las dudas, Juancho Loayza siempre había matado por cuenta de otros:
—Que nadie vaya a pensar mal —decía—. Yo lo hago por dinero.
Sus labores le ganaron fama y respeto en las calles de Corinto y en otros pueblos y ciudades del valle del Cauca. En toda Colombia no, porque la competencia era mucha.
Fue cimiento de su hogar, bastón de su madre, escudo de sus hermanas. En el cuarto del fondo de la casa, al final del largo corredor, había un altarcito consagrado a la Virgen.
Cuando Juancho se marchaba a cumplir un servicio, la madre y las hermanas se quedaban allí, clavadas de rodillas, durante horas y horas, desgranando rosarios: suplicaban a la Milagrosa que diera una ayudadita, para que el trabajo saliera bien.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet