El cuento zen, aparte de lo que dice, despierta en nosotros sutiles resonancias, abre el camino del eterno Atma.
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Huo-Huan era huérfano de padre. A los trece años era considerado un niño prodigio. Su madre lo adoraba. Todos le auguraban un brillante futuro. Sería, tal como lo exigía la tradición familiar, un gran mandarín, un letrado respetado. El gobernador ya le reservaba un lugar de honor a su lado. Una mañana, mientras iba a clase como de costumbre, se cruzó en la calle con una muchacha de una gran belleza, llamada Ts'ing-Ngo. Se enamoró de ella de modo fulminante, y su vida dio un vuelco. Igual que un barco sorprendido por la tempestad, que cambia bruscamente de rumbo y va a encallar en una orilla desconocida.
Como Huo-Huan se lo pidió con insistencia, su madre inició las gestiones de costumbre ante los padres de la muchacha. Ts'ing-Ngo pertenecía a una familia honorable. Su padre, antiguo intendente del templo, se había retirado a la montaña. Había dejado órdenes. Su hija debía llevar una vida consagrada, no le estaba permitido casarse. Huo, cuando lo supo, cayó en la desesperación. Su pena era tan violenta, tan terrible, que su madre temía por su vida. Una mañana al salir de su casa, perdido en sus pensamientos, tropezó con un transeúnte, un religioso taoísta. Huo se excusó, y el santo varón le respondió con una sonrisa. Llevaba en la mano una pequeña llana, que agitaba ante sí. Huo, maquinalmente, le preguntó:
-Es un objeto mágico -dijo el religioso- que me permite atravesar los muros y recoger hierbas medicinales.
-¿Esta pequeña llana atraviesa los muros?
-Sí -afirmó el religioso, y acto seguido se lo demostró atacando un edificio próximo.
La pequeña llana penetraba en la mampostería como en una masa de mantequilla. El taoísta lo probó en diversos lugares con la misma facilidad. Huo, distraído por un momento de su tristeza, lo miraba con estupor.
-Si esta pequeña llana os gusta, os la doy --dijo en- tonces el religioso. Huo quiso pagar por ella un precio adecuado, pero el santo varón se negó y, con una última sonrisa, se marchó.
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Durante los días siguientes Huo probó la pequeña lla na encantada con todo lo que se presentaba. Atravesó tabiques, horadó muros y lleno de fiebre agujereó incluso las piedras del camino. Una noche se encontró ante la casa de su amada. ¿Porqué estaba allí? No tenía ninguna intención precisa, pero una fuerza irresistible le arrastraba. Perforó el muro exterior, horadó paredes y tabiques y atravesó así toda la casa hasta la habitación, donde vio de pronto a Ts'ing, que se disponía a acostarse. La muchacha se acostó. Huo, con el corazón latiéndole fuertemente, intimidado, esperó. Finalmente, cuando Ts'ing se hubo dormido, se deslizó a su lado, se envolvió en una manta bordada y se durmió a su vez en el recinto de su aliento perfumado.
Por la mañana una sirvienta que iba a despertar a su señora encontró a los dos niños castamente dormidos uno al lado del otro. Horrorizada, lanzó un grito, y pronto las criadas y los criados armados con bastones formaron un círculo alrededor del intruso. Le reconocieron. Era Huo, el estudiante, el letrado. Accedieron a perdonarle, con la condición de que aquello no se repitiera nunca y de que no volviera a ver a la muchacha. Pero Ts'ing, durante ese tiempo, permaneció pensativa, el muchacho le había tocado el corazón. Por eso, a pesar de la oposición del padre, el santo varón retirado a la montaña, de la incomprensión de la madre y de la vergüenza de la madre de Huo, que deploraba la mala conducta de su hijo, se celebró el matrimonio poco después, gracias a la benévola intervención del gobernador de la ciudad.
No se sabe si los jóvenes esposos fueron felices en este mundo, pues poco después de la boda Ts'ing murió. Huo desapareció unos meses más tarde. Se murmura que se lle vó la pequeña llana encantada y liberó de la piedra de la tumba a su amada. Ahora están reunidos para siempre en la eternidad en el palacio del fondo del mar ... de los inmortales.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel
Fotografía del internet