En los tiempos en que una grabadora ocupaba todo un caballo, Lauro Ayestarán andaba a campo traviesa, recogiendo la memoria de la música.
En busca de coplas perdidas, Lauro llegó una vez a un rancho escondido en las lejanías de Tacuarembó. Allí vivía un criollo que había sido mozo bailarín y guitarrero, diestro en los duelos de versos y las tonadas de la patria vieja.
Estaba aviejado el hombre. Ya no iba y venía de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta. Andaba agachadito, caminaba poco, se caía mucho, y para levantarse se apoyaba en el lomo de alguno de sus perros. Ya no cantaba, más bien soplaba palabras, pero tenía fama de memorioso:
—De lo que hay, no falta nada —susurraba, con un dedo en la cabeza, y se reía.
Guitarra en mano, nomás rozándola, el viejo verseó, canturreó, tarareó. En la atardecida, sonaron ronquitas las melodías que celebraban la memoria de las vacas sueltas y los hombres libres, mientras giraban y giraban los carretes de la grabadora.
El coplero miraba la grabadora de reojo. Más que mirarla, la sospechaba:
—Eso es una máquina —dijo Lauro.
El viejo picó tabaco a cuchillo, en la palma de la mano.
—¿Y para qué sirve?
—Guarda las voces.
Se ensimismó el musiquero. Echó unas cuantas pitadas, entretenido con el humo, y al rato confesó:
—No entiendo.
Entonces Lauro toqueteó la grabadora y de pronto volvieron a sonar los versos que él había cantado.
El viejo nunca había escuchado su propia voz. Mientras escuchaba su voz guardada, apuntó a la máquina con el pucho y sentenció:
—Eso... es Dios.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet