Cuando mi hijo estaba en una escuela Waldorf, alguien me contó una historia que me encantó.
Los niños estaban en clase de arte, sentados en varias mesas, trabajando en sus proyectos. Una niña estaba trabajando muy bien, enfocándose completamente en lo que tenía delante suyo. La profesora se acercó para ver qué hacía. Después de observar por un rato, le preguntó qué estaba dibujando.
Con mucha confianza, la niña dijo, “Estoy dibujando a Dios.”
La profesora se rió y dijo, “Pero cariño, nadie sabe cómo se ve Dios.”
Sin ningún titubeo y sin levantar la cabeza, la niña respondió, “¡Se sabrá en un momento!”
Esta historia me hizo pensar. ¿Qué nos pasó? ¿Dónde se fue nuestro espíritu? El estado salvaje de Dios, del espíritu, como dice el escritor John O’Donahue. Es como si se nos olvida o nos desconectamos de la espontaneidad y el ánimo que expresa la esencia de nuestro espíritu.
Probablemente la pregunta más profunda en cualquier tradición espiritual es: ¿Quién soy? Si miramos más allá que los papeles que hacemos y las imágenes que nuestra cultura nos da, más allá que las ideas que interiorizamos por nuestra familia, ¿Quién está aquí de verdad? ¿Quién está leyendo ahora? ¿Quién está mirando todo por estos ojos? ¿Quién es el que escucha los sonidos que están alrededor mío?
El Buddha dice que sufrimos porque no sabemos quiénes somos. Se nos ha olvidado quiénes somos. Sufrimos porque nos identificamos con un ser ilusorio que es mucho más estrecho que la verdad, mucho menos que la totalidad de quiénes somos. Muy a menudo nos limitamos a los papeles que nos tocan vivir, ser padres, ayudantes, jefes, pacientes, víctimas, jueces. Resulta que nos enganchamos a nuestra apariencia, nuestro cuerpo. Nos aferramos fácilmente a nuestra personalidad, nuestra inteligencia. Nombramos y contamos nuestros logros. Todo esto forma nuestra identidad, quién creamos que somos. Y la verdad es que esta mezcla, esta constelación, es mucho más pequeña que la verdad. No incluye toda la presencia y todo el amor que está aquí. La esencia sagrada dentro de nosotros es mucho más grande.
Mi amigo, un pastor, me contaba acerca de una reunión interreligiosa que empezó con la siguiente pregunta: ¿De qué manera debemos referirnos al Espíritu o la Divinidad? ¿Qué nombre debemos ponerle? Enseguida alguien preguntó:
“¿Deberíamos llamarle Dios?”
“De ninguna manera,” responde una mujer que era Wiccan. “¿Qué tal Diosa?” ella dice.
“Uf, responde un pastor de denominación bautista. Él propone, “Espíritu divino.”
“No,” declara rotundamente un ateo.
La discusión sigue así por un rato más. Al final, un indígena norteamericano propone llamarle el gran misterio, y todos se ponen de acuerdo. Estaban de acuerdo porque al llamarlo así no importaban los conceptos de sus religiones. Todos podrían reconocer que lo divino, lo sagrado es un misterio.
Cuando vamos por la vida dándonos cuenta que pertenecemos a este gran misterio, y que este misterio vive dentro de nosotros y fluye por nuestros cuerpos, ocurre un despertar en nuestra alma que nos otorga libertad y vida nueva.
Fuente: Tomado del blog "Meditación con Tara Brach"